viernes, 4 de mayo de 2012

Génesis de una guerra


No andaba a cuatro patas ni rugía como un felino, así que no era un león a pesar de la larga melena que cubría su pequeña cabeza y le caía en suaves ondas oscuras hasta las rodillas. Su piel era tersa, como de nácar y sus ojos violetas brillaban con un destello de inteligencia que jamás vio entre sus compañeros del Jardín.
¿Qué seria? ¿Se podría comer? ¿sería venenoso?
Miraba extasiado a aquel ser hermoso y tan distinto al resto de animales, mientras un extraño aroma ponía en movimiento su instinto de macho. Se puso alerta. Aquella sensación era nueva. Diferente a todo. Como si presagiara cambios que alterasen su cómoda y sencilla existencia. Venían vientos de guerra, supuso. Una lucha por el territorio, quizá.
La intuición del peligro comenzó a anidar en su pecho y avanzó con más cautela. La desconfianza le hizo agudizar sus sentidos.
De pronto el raro animal sonrió deliciosamente mientras le tendía el fruto de un árbol y su pecho se hizo pequeño para albergar el corazón que latía con fuerza. Un sudor frío y nuevo bañó su piel y las piernas parecían no querer sostenerle.
Los ojos del intruso se clavaron en él intensamente, irresistiblemente, con una picardía sabia e inmesa. Casi incómoda y absolutamente incompresible para él.
El animal volvió a ofrecerle el fruto acercándose y sin dejar de sonreir.
Al fin lo aceptó sonriendo a su vez.
-Viene en son de paz -pensó él.


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