viernes, 4 de mayo de 2012

Las dos.


Julia se miraba al espejo. Se veía hermosa y joven aún, aunque alguna cana despuntaba en su cabello rojizo y a su rostro se asomaba alguna arruga, leve aún gracias al mimo que ponía en el cuidado de la piel. Sin embargo seguía siendo invisible para él.
Observó sus hombros anchos y redondeados y los acarició como él jamás lo hacía. Bajó los tirantes del vestido, despacio, recreándose en el acto, como quien mira un cuadro sin querer dañarlo con los ojos, dejando que cayera al suelo como un alma desprendida de sus sueños.
Miró su cuerpo lleno de curvas, protegido aún por la ropa interior. No era perfecto. Nunca lo había sido. Sus tres hijos-dos de ellos mellizos- se habían encargado de modelarlo y darle volumen. Pero más de uno había suspirado por tenerlo. Por tenerla a ella. Más de uno hubiera querido rodear aquellos pechos generosos, como ella hacía ahora.
Cerró los ojos dejándose llevar por las sensaciones que despertaban sus manos deslizándose con una caricia larga, lenta y prolongada, por su cuerpo maduro, pero vivo aún. No estaba muerta, aunque él la hiciera sentir así, con sus desmanes que la ninguneaban hasta hacerla desaparecer en aquella aureola de superioridad que lo rodeaba a él, ignorándola.
Se convenció a sí misma de que aún podía sentir, que su piel aún emitía música hermosa si se sabía tocar las notas exactas. Pero le faltaban dedos magistrales que quisieran hacerlo.
Juan apenas la tocaba.
Cuando las amigas hablaban de la fogosidad de sus hombres, ella se limitaba a asentir y sonreir con tristeza. Se llegaba a plantear si tal vez su hombre no era igual al resto. Quizá era un tópico aquello de que el varón estuviera siempre dispuesto. O puede que el suyo careciera de aquel instinto animal del que tanto alardeaban los varones. Si se trataba de éso no podía menos que lamentarse de su suerte. Pero si fuera así... ¿por qué le había sorprendido varias veces "consultando" páginas en internet de chicas en actitud erótica o por qué se le iban los ojos tras las jóvenes con las que se cruzaban por la calle?. Aquello sólo podía significar una cosa: que era ella la que no despertaba deseo en él. Que había dejado de ser atractiva.
Entonces se sentía fea, deforme, vieja. Una ruína de lo que fue esplendor y frescura. Y una infinita tristeza la abrazaba como el amante más cruel y humillante.
La indiferencia lacerante de Juan le creaba inseguridad y desprecio por sí misma. La hacía sentir como un trasto olvidado al que alguna vez se arrimaba para recordarle qu aún era su dueño. En aquellas excasas ocasiones él se mostraba generoso, es cierto. Pero jamás le había hecho sentirse especial, única y hermosa.
Julia se tocaba con tristeza. Casi con miedo. Y se percató de que las lágrimas mojaban sin piedad su rostro contraído por una mueca de dolor inmenso que la desgarraba como tantas veces.
No era igual. Jamás podría ser igual que el contacto cálido del hombre al que adoraba.
Sintió verguenza y tomó su vestido del suelo en un gesto rápido. Se lo puso sin atreverse a mirar en el espejo su rostro ruborizado y se secó las lágrimas mientras se dirigía a la cocina.
Ya eran las dos.

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