jueves, 3 de mayo de 2012

Cándida la invisible

Cándida se fumaba sus penas y las mojaba en un café tras otro. Era hermosa y aún joven. Puede que no fuera ya una niña, vale. Puede que sus dos hijos le hubieran pagado el darles la vida con estrías a discreción, algún michelín y flacidez en los pechos… pero conservaba esa belleza que otorga la madurez como un último acto de misericordia, antes de convertir a la mujer en una muñeca rota, en un saco al que sólo le queda su dignidad adornado de arrugas y canas.
Se miraba al espejo y se gustaba. Sabía que todavía era deseable. Que esas imperfecciones que tan bien conocía, podían disimularse con algo de habilidad y la seguridad suficiente en su poder de seducción.
Sin embargo no se sentía deseada por el hombre al que amaba. El padre de sus hijos pasaba por su lado como quien ve cada día un cuadro en el pasillo. Sabe que está, pero no le presta mayor atención. Algún día lo compró porque le gustaba, pero de tanto mirarlo ya lo ignora. A sus escasos encuentros amorosos había que añadir sus contínuos rechazos, alegando cansancio, sueño, preocupaciones o mal humor.
Y Cándida languidecía, como una rosa a punto de perder su lozanía. Como una llama que se extingue sin que nadie haya aprovechado su calor…
Su amiga Sofía le sugirió que se buscara un amante, para paliar las carencias eróticas. Un buen polvo…. y todo arreglado, decía.
Pero Cándida no necesitaba un desfogue físico, sin más. Cándida quería volver a hacer el amor. Volver a sentirse amada y deseable. Necesitaba compartir tanta pasión desperdiciada que le quemaba por dentro y moría en la nuca de su esposo a ritmo de ronquidos…
Quería sentir que era algo más que parte del mobiliario de la casa. Quería disfrutar de los años de plenitud que le quedaban…. con el hombre al que amaba.
Una tarde Cándida se fue y no volvió más. Se llevó sus lágrimas y su cuerpo insatisfecho hacia el otro lado donde ya nada importa. Se ahorró verse marchita y acabada. Se ahorró el rechazo cada noche y su invisibilidad cada mañana.
En la soledad de aquel pasillo sin el cuadro de siempre, un hombre camina cabizbajo y entre lágrimas, repite unas palabras como un mantra…. “Y sin embargo yo te amaba, Cándida”.

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