jueves, 3 de mayo de 2012

Gmawemba... historias de África II


Alguien me pidió que continuara con esta historia. A partir de aquí será todo ficción. No sé por dónde acabará la narración sobre Gmawemba... dejemos que la imaginación vaya fluyendo... (o bueno... igual me canso antes, no sé. biggrin)

Gmawemba avanzó indecisa… Las plantas de sus pies se arrastraban por la arena roja tintada por alguna herida que ya no dolía… su sangre mezclándose al camino. El poblado de Engueb estaba a dos lunas del suyo y en ambas noches había intentado escapar sin éxito. Los ancianos optaron por atarla tras comprobar que sus charlas y riñas no habían sido lo bastante persuasivas. No podían entender aquella actitud rebelde e inusual en una mujer. Ya contaban con los llantos y protestas (eran muy habituales entre las niñas destinadas al matrimonio) pero nunca habían durado tanto ni de forma tan insistente y desproporcionada. Cuando llegaron, el sol descargaba toda su furia sobre los chamizos que amenazaban con arder bajo el fuego insolente del astro. A pesar del calor sofocante, todo el poblado, encabezado por Engueb, había salido a recibirla, amenizando la espera con cánticos y bailes en un alarde de bienvenida que a Gmawemba le produjo náuseas.Sorprendió al novio la cara de enojo de su abuela y el hecho de ver a su prometida con las manos atadas le ayudó a hacerse una idea del carácter de la joven. Engueb era un guerrero alto. De hombros poderosos y valor reconocido. Pero nunca antes se había enfrentado a una batalla como aquella. Gmawemba le miró a los ojos con fiereza y pudo comprobar con asombro, que su mirada encerraba tanto miedo como la suya. La abuela Yayuba empujó ligeramente a la niña hacia su prometido, como indicándole que hacía entrega de la que, a partir de ahora, pasaba a formar parte de sus posesiones. Gmawemba se revolvió furiosa, provocando las risas de todos los asistentes, incluído el propio Engueb, que dibujó una pequeña sonrisa al tiempo que recibía amigables palmetazos en su espalda… no sabía si de complicidad o de tácitas condolencias. Los festejos se alargaron hacia bien entrada la madrugada. Más danzas, más cánticos y más bailes acompañados de risas y la exquisita caza que el propio Engueb había procurado para la ocasión. Gmawemba se había visto obligada a cocinar para su esposo junto a la vieja Yayuba y a Mirambé, madre de su impuesto marido, de la percibió una mirada tan triste y vacía como la de la propia recién llegada. Llegado el momento, los varones jóvenes de la aldea tomaron a los nuevos esposos de las manos y los llevaron casi a rastras, entre alegres risotadas, hasta la choza que desde hoy sería el hogar de Engueb… y la cárcel de Gmawemba.

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