jueves, 3 de mayo de 2012

Un buen chico


Se frotaba las manos con nerviosismo. Un ligero temblor incapaz de controlar y que se transmitía a lo largo de todo su cuerpo. De todas formas hacía frío. Sí, probablemente sería eso. Se subió el cuello del anorak y miró un instante las punteras de sus botas. Sonrió al evocar los buenos tiempos del ejército… Aquel sargento primera era un hijo de puta, pero él le birló las botas antes de abandonar el cuartel. ¿Y qué? ¿No lo hacían todos? Recordaba a Orenga, “el plumilla”; ése se llevó tres pares de pantalones de campaña, un par de gorras y hasta un rollo de papel higiénico “el elefante” de la sucia letrina.

Gran chico aquel Orenga. Probablemente acabó en chirona a juzgar por el carrerón que llevaba. Contactó con él un par de veces después de acabar la “mili” y sus noticias no eran muy alentadoras. Su carácter débil le hacía siempre desviarse hacia el camino incorrecto y le llevaba a frecuentar malas compañías. La última vez le contó sobre un “trabajito” goloso y seguro. Algo sucio s
obre una mafia de albanos que pasaban cocaína a buen precio. Claro que él sólo era un intermediario, pero el asunto le dejaba pingües beneficios.
Después de aquello, le perdió la pista. Lo sentía realmente, porque siempre creyó que el material del que estaba hecho aquel burgalés no era malo. Se burlaba de él cuando prefería quedarse a leer un buen libro antes que acompañarlo en sus juergas de fin de semana libres.
-
¿De qué va a servirte la cultura cuando salgas ahí fuera?
Acabarás con una mano atrás y otra en el rabo. Los libros no dan dinero, chaval. Son las miserias de los demás los que llenan los bolsillos de los listos. –Decía Orenga echándose al hombro su macuto color caqui, dispuesto a disfrutar del permiso hasta las últimas consecuencias.
Nunca le acompañó. No sabía bien por qué. Tal vez porque realmente esperaba que su futuro sería distinto, que algún día vería a Orenga mendigando desde la ventana de su elegante despacho, con el orgullo de los ganadores y la seguridad de haber hecho lo correcto. Sin embargo allí estaba él, casi quince años después, mirándose las sucias y viejas botas de soldado que sobrevivían milagrosamente al tiempo.

Había conseguido acabar Biología con notas de premio y era, además, un genio de la informática. Pero últimamente habían surgido demasiados genios de aquellas jodidas máquinas que ya dominaban el mundo. No había sitio para él. Consiguió trabajar durante dos años en una empresa financiera, pero la empresa vio las orejas al lobo de la quiebra y hubo reducción de plantilla. Le tocó largarse, claro.

Al menos, si Orenga estaba en cárcel, tendría un plato de comida caliente seguro, durante una temporada, probablemente larga, a cambio de no pisar la calle por un tiempo. ¡Bah!
Él se pateaba las aceras diariamente, pero se rompía el culo trabajando en lo poco que encontraba, aquí y allá, eventualmente, por una miseria y siempre sin garantía de la seguridad social.


Ahora montaba porteros automáticos para una empresa de mierda, por un sueldo de mierda y dando gracias a un tío mierda que siempre rezongaba a la hora de pagar.

Realmente tenía frío. Unas gotas comenzaron a caer tímidamente, advirtiendo a las mamás que la hora del paseo tocaba a su fin. La plazoleta se fue vaciando de voces chillonas que gritaban horribles nombres compuestos, con un orgullo incompresible, reclamando la atención de los pequeños
y de molestos niños que se hacían los remolones correteando
alrededor de su banco, como si no hubiera ninguno más en la plaza.

Las madres abrocharon abrigos, colocaron gorritos de lana y abrieron llamativos paraguas de mil colores.

Poco a poco no fue más que un bulto solitario y gris, sentado en el banco de una enmudecida plaza grande y sosa. Un bulto solitario, gris y mojado. La llovizna había crecido hasta convertirse en un serio chaparrón. Parecía mentira cómo el invierno se había echado encima, después de un sofocante verano y un otoño breve y seco.
Se levantó, decidido a no convertirse en un gigantesco cubo de hielo. Consultó su reloj. Aún era temprano ¡qué carajo! ¿qué iba a hacer en su casa a estas horas?
Metió las manos congeladas en los bolsillos laterales del anorak y corrió a refugiarse en algún bar con calefacción. Necesitaba una copa y un coño caliente donde meterla. ¿Cuánto tiempo hacía desde la última vez? Ah, sí… un par de meses. Pero fue pagando y eso no contaba. ¡Maldita zorra! Se empeñó en colocarle aquel estúpido preservativo de color verde menta, que brillaba como un farolillo… como si la tuviera tan corta que hiciera falta luz para encontrársela.
Continuó corriendo hasta que dio con el local que buscaba. El bar de Manolo estaría bien. Había otro un poco más abajo que tenía mejor ambiente, pero era más caro y comenzaba a dolerle el costado por correr de aquella forma.
-¿Qué hay, Berto? ¿Acabas de salir de la ducha?
Odiaba que le llamaran así, pero al menos no era tan vomitivo como Bertín. Así le llamaba su madre y realmente había pensado en asesinarla.

-¿Me río ahora? Anda, ponme un whisky ¡y no se te ocurra echarle hielo!
Manolo le sirvió rápido y sonriente. Le caía bien ese cabrón.
-Tómate ésta y invito a otra –dijo el barman ofreciéndole un cigarrillo.
-Nos olvidamos de la otra y me invitas a ésta ¿vale?
Manolo asintió resignado; desde luego hoy no haría mucho negocio. No había muchos clientes en el local. La gente con dos dedos de sesera estaba en casa, con la bata y las zapatillas puestas y viendo la tele alrededor de una mesa de camilla con el brasero encendido. Con toda seguridad, la madre de Alberto le esperaba en el sofá del comedor, mirando con ojos lánguidos el plato de sopa, ya frío y un par de chuletas aburridas, encima de la mesa.
-¿Qué? está flojilla la cosa hoy ¿no?
-Pshe… ya ves, con éste día…
-Oye, Manu. ¿Conoces a esa enana de pelo teñido? –Alberto señaló con la cabeza una mesa en la penumbra.
-No seas animal, tío. Es bajita. ¡Pero mira qué tetas!
-Eso la salva. Bueno… ¿la conoces?
Manolo no la conocía. Había venido un par de veces por el bar con su amiga, la otra muchacha que le acompañaba y que se retocaba contínuamente los labios con una barra de carmín intenso. Pedía una copa, la apuraba, sacaba el espejito y otra vez a empezar. Era fea con delito y su disfraz de fulana masoquista no le añadía ningún atractivo, por mucho que se empeñara en cubrir de pintura roja sus labios de besugo.
A la pequeña, al menos, se la podía mirar. Con suerte, llegaba al metro y medio, pero lo llevaba con asumida dignidad e innegable gracia. El chaleco blanco, de cuello vuelto y el pichi minifaldero de cuero negro, tapaba algo pero insinuaba lo suficiente como para despertarle a uno la imaginación. Y Alberto tenía mucha. Aquella imagen de colegiala viciosa le estaba poniendo a mil.
Aunque la lamparilla junto a la mesa regalaba sólo una mortecina luz amarillenta, desde la barra a Alberto no le pasaron inadvertidas sus miradas insinuantes de lolita hambrienta que empezaban a ponerlo cachondo.
-Estas tías quieren guerra, Berto. Que te lo digo yo –aseguró Manolo emocionado ante la perspectiva de un ligue. Oía sus risas y cuchicheos, prueba inequívoca de que las dos gallinitas tenían ganas de poner un huevo. Llenó distraídamente la copa de Alberto y se sirvió otra para sí.
-¡Eh, Manolín! Te advierto que ésta no la he pedido yo.
-Que sí, hombre, que sí. Hoy me siento generoso. Total, para la caja que voy a hacer esta noche…
-Entonces llénala un poco más, no seas rata.
Siguieron las miradas y las risas entre las chicas durante un buen rato, hasta que las muchachas se levantaron para pagar en la barra.
-¿Me llevas a casa, nena? – Alberto se agachó mucho, hasta alcanzar el cuello de cisne blanco. Consiguió oler el aroma barato incrustado en las orejitas de la pequeña tetona.
-¿Tienes coche? – preguntó ella siguiéndole el juego.
Entre el humo del cigarrillo y la luz mortecina del local, Alberto adivinó unos ojos castaños, grandes y almendrados, una nariz chatilla y los labios carnosos que le sonreían con el descaro de la adolescencia aún prendida en sus tacones de mujer.
-Seguro que tú sí tienes…
-Tengo que llevar a mi amiga .
-Sin problemas –aseguró él mordiéndose el labio inferior. –Dejamos al cuadro abstracto en su casa y luego tú y yo… nos perdemos. ¿vale?
Se llamaba Roberta, pero caritativamente le llamaban Rubi. Otra víctima más de los diminutivos, pensó Alberto.
El retrato de Miró no parecía satisfecha al tener que bajarse del coche cuando todo auguraba que la diversión estaba garantizada aquella noche. Ya había sido bastante humillante tener que ceder el asiento delantero al desconocido del bar para que, además, la echaran literalmente del automóvil y tuviera que olvidarse de la que prometía ser una gran velada. Se había hecho la ilusión de que ambas compartirían la compañía de aquel joven apuesto que se habían ligado las dos. Rubi no estaba dispuesta a perder la ocasión y por supuesto que no compartiría aquel macizorro de cabellos despeinados y boca sensual. Debía ser bastante mayor que ella y eso la hacía sentirse sexi y madura.

-Nos vemos mañana ¿vale, Gertrudis? –dijo asomando la cabeza por el cristal abierto. El rostro abstracto de su amiga se contrajo en una mueca de odio que no le hizo favor alguno a su desafortunada cara. Gertrudis saludó con la mano y se alejó meneando el trasero contrariado y escaso. Su paso ligero adelantaba a las botas altas que, no pudiendo seguirla, torcían los tacones como pidiendo una tregua a sus prisas por alejarse del coche, de su amiga y de aquel maromo que no cataría.
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-¿Y bien…dónde vamos? -Ruby apoyó las manos sobre el volante, tamborileando los dedos mientras le dedicaba una sonrisa traviesa.

-¿Cómo que a dónde vamos? ¿No vamos a tu casa?

-¿Estás loco? Vivo con mi madre. No puedo llevarte allí.
No sé… pensé que podríamos ir a bailar… a tomar unas copas…


Alberto abrió mucho los ojos. ¿Acaso aquella zorrita pensaba que quería una cita con ella? Creía que había quedado bien claro lo que pensaban hacer. Un polvo rápido… y adiós.
-Hmmm a ver… ¿llevas algo de dinero? – preguntó nervioso. – Tal vez entre los dos tengamos suficiente para pagarnos una pensión…
-¿Qué…? – La chica se puso tensa en su asiento. Vaya… aquel tipo iba demasiado rápido. – No… yo….
-Vamos, nena… no te hagas la estrecha ahora… - Alberto se acercó hasta que Rubi pudo oir su respiración excitada. Pasó la lengua por su cuello y comenzó a sobarle los pechos con una violencia que asustó a la joven.
-Deja… ¡déjame! – Aquello no era lo que ella había estado esperando. Una cosa era el tonteo… y puede que incluso imaginara algo de sexo… pero aquel tipo se precipitaba sobre ella con una urgencia incómoda, desagradable…
-¡Déjame te digo!

Pero él no paraba. Si aquella puta pensaba que iba a irse con las manos vacías estaba muy equivocada. Llevaba demasiado tiempo en el dique seco. Ella quería algo, ¿no es cierto? Le había montado en su coche… le había estado haciendo insinuaciones, le provocaba… ¡Aaaaah, entiendo! , se dijo. No eres más que una calientapollas… Pues conmigo no te va a servir el jueguecito….

Alberto se había cansado de ser un chico bueno. De pretender que las cosas fueran por el camino correcto y que nada de cuanto había hecho hubiera dado sus frutos. Ni estudios, ni preparación, ni la formación de un buen colegio le habían servido para nada.
No consentiría que nadie más le tomara el pelo a Alberto Méndez Pumpido.

La lluvia continuaba espesa, ruidosa, con furia. No había un alma por las calles bajo aquel diluvio. Sólo un coche aparcado en un callejón oscuro parecía albergar vida. El vaho que empañaba los cristales y el movimiento de la violencia ejercida allí pasaron inadvertidos en la noche torrencial. Sólo alguna rata que corría a refugiarse en una alcantarilla , paró un instante al escuchar un grito… y luego siguió su camino a las cloacas.

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