jueves, 3 de mayo de 2012

Historia de Ledín (fragmento II)


Y continúo con el cuentito que escribí a mi niña...

Hacía tres lunas que Fibis había dejado atrás la ciénaga llevando a cuestas al pequeño humano. La retorcida figura del tángano hacía sumamente trabajoso el viaje con el niño en bandolera. A veces lo acarreaba en las espaldas, pero el bebé amenazaba con resbalarse a cada paso y nuevamente se veía obligado a llevarlo bajo el brazo como un paquete envuelto en sucios lienzos. A pesar de la incómoda postura el niño apenas protestaba. Sólo cuando Fibis lo soltaba un momento, para acercarse a beber en cualquier charco de agua que encontraba en su camino, el pequeño rompía a llorar, enojando al fácilmente irascible tángano. Éste debía apresurarse a tomarlo en sus brazos y proseguir con el rítmico “chaf-tshuif” que provocaba su paso maltrecho al caminar y que tanto agradaba al bebé.
La zona que ahora atravesaban producía cierta desazón en el tosco personaje. La Senda de las Hadas nunca había sido su preferida, pero se hacía necesaria si quería llegar a tiempo al castillo de Sheena, o el pequeño humano moriría de inanición antes de la ceremonia. Se estremeció de pánico al pensar en la reacción de su señora si se atrevía a presentarle un cadáver como ofrenda al siniestro dios O´Donow.
Prosiguió ladera arriba, consciente del riesgo que corría si llegaba a toparse con una de las habituales cabalgatas de hadas, que solían aprovechar la llegada del cambio de estación para salir en solemne comitiva, luciendo sus mejores galas, impresionantes cabalgaduras y estandartes, acompañadas de mágicas melodías y danzas misteriosas. Nunca era seguro el camino elegido por las hadas para salir en procesión, pero el aire se llenaba de aromas sublimes que, para el viajero acostumbrado a ellas, era un signo inequívoco de la proximidad del cortejo.
No se equivocó el viejo tángano en sus temores. Se agazapó tras la alta hierba protegiendo al pequeño con su destartalado brazo y procurando no emitir el más leve ruido que alertara los sensibles oídos de las hadas. Contempló en silencio el singular espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos. Aunque no era la primera vez que tenía ocasión de ver aquel desfile prodigioso, nunca dejaría de maravillarse por la belleza sin par que ofrecían las cabalgatas feéricas.
La casta de los caballos que criaban aquella raza de hadas, no tenía igual. Eran ligeros como el viento, de cuello arqueado y poderoso pecho. Sus ollares eran vibrantes y sus ojos grandes, de brillo indescriptible.
Contaba la leyenda que habían nacido del fuego primordial. Cuando los dioses repartieron los cuatro elementos básicos por el mundo, tomaron el brillo de sus ojos y regalaron al hombre sus llamas. Más tarde, los caballos decidieron habitar las colinas de las hadas , que hicieron para ellos establos fabulosos en bellísimas cavernas protegidas con hechizos, los herraron con plata y les pusieron bridas doradas.
En la actualidad, sólo consentían ser montados por ésta raza de hadas, las más bellas y sutiles que existen, descendientes de las Danann Dawns de las tierras altas.
Era, en verdad, un espléndido espectáculo la cabalgata de los mil quinientos caballeros feéricos montados en los blancos corceles, con sus mantos verdes orlados de oro, sus cascos relucientes y sus lanzas impecables. Las damas, hermosas como estrellas, cabalgaban portando sutiles instrumentos de cuerda, salvo las guerreras, que levantaban airosas sus espadas de oro. Marchando alrededor de la comitiva montada, doncellas y bailarines brincaban al son de laúdes y cítaras, contoneándose con sutiles movimientos. Otros personajes del desfile portaban blasones y estandartes verdes o púrpuras, con signos rúnicos bordados en hilo de oro. Al frente de todos ellos iba una pareja que Fibis identificó como el rey y la reina de las colinas. Jamás vio el tángano criaturas de rasgos tan perfectos, ni mirada tan serena. Los cabellos de la reina caían en cascada sobre su espalda, como un torrente de agua dorada. Su piel de nacar, contrastaba con el terciopelo rojo del manto; la corona de flores trenzadas dulcificaba su porte regio y altivo, cabalgando junto a su compañero. El rostro del rey, de edad indefinida, reflejaba la templanza y solemnidad propias de su rango. Sobre su mano izquierda reposaba un halcón real que miraba con fijeza al frente, emulando la gallardía de su amo. Con la diestra, el rey sujetaba firmemente las riendas del magnífico caballo que sacudía la cabeza altivamente y trotaba con elegancia sobre el suelo de la colina, tapizado del verde intenso de la hierba.
Poco a poco, la cabalgata fue alejándose rumbo a la ciudad secreta de las hadas, dejando tras de sí la mágica estela de su música, que aún impregnaba el aire cálido del mediodía.
Fibis resopló aliviado. Las hadas no eran muy amables con los intrusos que se aventuraban dentro de sus territorios. Esperó un tiempo prudencial para asegurarse de que no había ningún rezagado del desfile y decidió ponerse nuevamente en camino. Aquel no era lugar seguro para el niño y mucho menos para un tángano asimétrico y desarmado.

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